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La virtud
(Clase para padres de chicos de primera Comunión, 2003-2004)
 
Es bueno preguntarse por conceptos y expresiones que utilizamos habitualmente para volver a reflexionar sobre su sentido, ya que el uso normal puede quitar fuerza, si no desfigurar o empobrecer, su significado. Esta tarea se hace vital, si esa desfiguración del lenguaje se manifiesta en la actuación de un individuo o sociedad.

Me parece que este caso se da actualmente respecto a lo que es y significa el término virtud. Hasta su pronunciación puede suscitar el pensamiento de algo desagradable y costoso, y esto puede ocurrir hasta sin advertirlo. Veamos algunos ejemplos. La caridad, tal como es concebida a veces habría que llamarla más bien respetuosa convivencia; a la humildad, pusilanimidad, empequeñecimiento; a la pobreza, carencia de lo imprescindible para el adecuado desarrollo de la personalidad; a la amabilidad, delicada educación; al servicio, buena atención; a la castidad, inhibición sexual; a la templanza, moderación; a la prudencia, sagacidad;... La relación podría hacerse interminable. Y hemos de hacer constar que esa confusión no es de una virtud con otra, porque en el segundo caso no se trata de virtudes.

Y, sin embargo, virtud, del latín virtus, significa fuerza, perfección humana. Con esa fuerza, no consigue el hombre un bien cualquiera sino el mayor posible: la plenitud de su humanidad. Nada tan personal -propio de la personalidad- como la virtud. Sólo definimos accidentamente a una persona, si decimos que es más o menos alta -cantidad-, arquitecto o filósofo, más o menos inteligente. Si afirmamos de él que es veraz, laborioso, fiel, que sabe amar, sí que estamos tocando el núcleo de su ser.

No podemos mirar tampoco la virtud exclusivamente como poder para neutralizar los defectos. Aunque es cierto, lo es sólo en una parte mínima, pues de lo contrario no encontraríamos virtudes en Jesucristo, y le escuchamos decir que nos ama, que quiere servirnos, que perdona, que es misericordioso... Ciertamente la virtud es medio para apagar el pecado, pero no se queda ahí: tiene su fuerza propia, esencialmente perfeccionadora. Un ejemplo, amar es completamente distinto de no odiar. Una persona que no odia puede también no amar.

He mencionado antes que es frecuente hablar de la virtud como algo costoso. Es verdad, porque es lo más valioso que el hombre puede adquirir, pero hasta cierto punto. Cuando hablamos de lucha para adquirirlas no podemos detenernos demasiado y exclusivamente en ese esfuerzo, sino en lo que se consigue. Eso ocurre con todas las realidades humanas: uno se esfuerza por algo. Hay que tener en cuenta, además, que en la medida en que una virtud se posee no solamente cuesta menos esfuerzo en ejercitarla, sino que resulta gozosa y deleitable su práctica. Lo contrario sucede cuando se tiene en un grado muy bajo. Oímos afirmar que cuesta estudiar, y podemos pensar que el trabajo es odioso; es más cierto, sin duda, que nos falte la virtud de la laboriosidad.

Decimos que siempre se puede crecer en la virtud, pero esto no es hacerla inalcanzable, sino ilimitada: es un insulto para quien sabe amar decirle que ama demasiado o que se excede en su amor. La tendencia de la virtud es el crecimiento y, cuando se posee, en el grado que sea, se busca perfeccionar.

No creo que sea cursi hablar de la belleza de la caridad, de la laboriosidad, de la lealtad, de la generosidad... Y de la alegría que se deriva de su práctica. Por eso, Jesucristo llamó dichosos -felices- a los que escuchan la palabra de Dios -El encarna, describe y explica todas las virtudes- y la ponen por obra, la hacen vida. Porque de la virtud no basta un conocimiento teórico; no hay hombre que no se entusiasme en su práctica, pero con una condición: que de verdad haya comenzado a practicarla.

Fernando Hurtado Martínez. fernandohurtado@terra.es

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