Es
bueno preguntarse por conceptos y expresiones que utilizamos
habitualmente para volver a reflexionar sobre su sentido,
ya que el uso normal puede quitar fuerza, si no desfigurar
o empobrecer, su significado. Esta tarea se hace vital, si
esa desfiguración del lenguaje se
manifiesta en la actuación de un individuo o sociedad.
Me
parece que este caso se da actualmente respecto
a lo que es y significa el término virtud.
Hasta su pronunciación puede suscitar el pensamiento
de algo desagradable y costoso, y esto puede ocurrir hasta
sin advertirlo. Veamos algunos ejemplos. La caridad, tal
como es concebida a veces habría que llamarla más
bien respetuosa convivencia; a la humildad, pusilanimidad,
empequeñecimiento; a la pobreza, carencia de lo imprescindible
para el adecuado desarrollo de la personalidad; a la amabilidad,
delicada educación; al servicio, buena atención;
a la castidad, inhibición sexual; a la templanza,
moderación; a la prudencia, sagacidad;... La relación
podría hacerse interminable. Y hemos de hacer constar
que esa confusión no es de una virtud con otra, porque
en el segundo caso no se trata de virtudes.
Y, sin embargo,
virtud, del latín virtus,
significa fuerza, perfección
humana. Con esa fuerza, no consigue el hombre un
bien cualquiera sino el mayor posible: la plenitud
de su humanidad. Nada tan personal -propio de la
personalidad- como la virtud. Sólo definimos accidentamente
a una persona, si decimos que es más o menos alta
-cantidad-, arquitecto o filósofo, más o menos
inteligente. Si afirmamos de él que es veraz, laborioso,
fiel, que sabe amar, sí que estamos tocando el núcleo
de su ser.
No
podemos mirar tampoco la virtud exclusivamente como
poder para neutralizar los defectos. Aunque
es cierto, lo es sólo en una parte mínima,
pues de lo contrario no encontraríamos virtudes en
Jesucristo, y le escuchamos decir que nos ama, que quiere
servirnos, que perdona, que es misericordioso... Ciertamente
la virtud es medio para apagar el pecado, pero no se queda
ahí: tiene su fuerza propia, esencialmente
perfeccionadora. Un ejemplo, amar es completamente
distinto de no odiar. Una persona que no odia puede también
no amar.
He
mencionado antes que es frecuente hablar de la virtud como
algo costoso. Es verdad, porque es lo más valioso
que el hombre puede adquirir, pero hasta cierto punto. Cuando
hablamos de lucha para adquirirlas no podemos detenernos
demasiado y exclusivamente en ese esfuerzo, sino en lo
que se consigue. Eso ocurre con todas las realidades
humanas: uno se esfuerza por algo. Hay
que tener en cuenta, además, que en la medida en
que una virtud se posee no solamente cuesta
menos esfuerzo en ejercitarla, sino que resulta gozosa
y deleitable su práctica. Lo contrario sucede
cuando se tiene en un grado muy bajo. Oímos afirmar
que cuesta estudiar, y podemos pensar que el trabajo es
odioso; es más cierto, sin duda, que nos falte la
virtud de la laboriosidad.
Decimos que
siempre se puede crecer en la virtud, pero
esto no es hacerla inalcanzable, sino ilimitada: es un insulto
para quien sabe amar decirle que ama demasiado o que se
excede en su amor. La tendencia de la virtud es el crecimiento
y, cuando se posee, en el grado que sea, se busca perfeccionar.
No creo que
sea cursi hablar de la belleza de la caridad, de la laboriosidad,
de la lealtad, de la generosidad... Y de la alegría
que se deriva de su práctica. Por eso, Jesucristo
llamó dichosos -felices- a
los que escuchan la palabra de Dios -El encarna,
describe y explica todas las virtudes- y la ponen
por obra, la hacen vida. Porque de la virtud no
basta un conocimiento teórico; no hay hombre
que no se entusiasme en su práctica,
pero con una condición: que de verdad haya
comenzado a practicarla.
Fernando Hurtado Martínez. fernandohurtado@terra.es